Medios de pago

Sí a lo complementario, no a lo excluyente

Firmado por Ángel Córdoba Díaz, Presidente de Aproser.

Desde la irrupción de la tarjeta de crédito a mediados del siglo pasado hemos vivido una revolución en los medios de pago que se está acelerando exponencialmente: hoy, ya podemos pagar con el teléfono móvil, con tarjetas sin contacto o, incluso, con algún dispositivo tipo wearable como pulseras o relojes. Si bien estos avances han hecho más cómodas las transacciones, los cambios se suceden de manera excesivamente improvisada e irregular, creando importantes fisuras entre distintos núcleos de población y diferentes generaciones.

Así, en las ciudades, el uso de medios de pago digitales es habitual. Sin embargo, aún queda mucho camino por recorrer en otros ámbitos, donde la brecha tecnológica es más profunda y donde muchos comercios o pequeñas empresas todavía no están adaptados, pues, entre otros motivos, no pueden afrontar las inversiones necesarias para operar exclusivamente con medios de pago alternativos al uso del dinero físico. Por otro lado, mientras que las nuevas generaciones (que se adaptan más rápido a las innovaciones tecnológicas y que prácticamente son “nativos digitales”) no tienen problema en familiarizarse con el uso de nuevos medios de pago, para las personas habituadas a pagar en efectivo el cambio es mucho más complicado, y a veces traumático. Y no podemos pasar por alto la distribución actual y prevista de edad poblacional en el país, que mantiene un constante incremento de la edad media, especialmente para la denominada “tercera edad” (en uno de los últimos estudios de la ONU se da una previsión referida a que en 2030 España será el cuarto país del mundo con la media de población más mayor -50,1 años-, siendo el séptimo país también a nivel mundial con más alta esperanza de vida -82,3 años-).

Por todo ello, garantizar la libertad de elección de medios de pago es clave para evitar que nadie se quede atrás, por su nivel socioeconómico, su edad o por el lugar en el que resida. Este riesgo es especialmente alto en población no bancarizada y/o en riesgo de exclusión social (personas sin ingresos estables, sin hogar, inmigrantes, menores, mayores no acompañados, etc.), los segmentos más vulnerables de la sociedad, para los que un avance descontrolado de la digitalización de los medios de pago puede suponer quedar del todo “fuera del sistema”.

De hecho, la capilaridad de los pagos electrónicos es muy reducida en España: importantes zonas de nuestro país no tienen acceso a la conectividad necesaria pero tampoco a entidades financieras. El proceso de consolidación del sector bancario ha generado un importante cierre de sucursales. Concretamente, en los últimos nueve años y medio, las entidades financieras han cerrado el 42% de sus oficinas, 18.955 en total. Esto ha supuesto la dificultad para acceder al efectivo a miles de personas en zonas rurales y semiurbanas. Para ser exactos, 1,35 millones de ciudadanos viven en pueblos sin banco, un 44% más que en 2008, representando el 2,9% de la población, según el informe del IVIE (Instituto Valenciano de Investigaciones Económicas). Como señala el estudio del Banco de España ‘Cierre de oficinas bancarias y acceso al efectivo en España’, un total de 4.109 municipios,  carecía de sucursales a cierre de 2017, y ya solo contábamos con 50.839 cajeros automáticos, un 17,06% menos que hace diez años.

En Galicia, como ejemplo de lo anteriormente expuesto, entre 2008 y 2018 ha desaparecido un tercio de sus oficinas bancarias, 936 entidades, y dejado a 43 ayuntamientos gallegos sin ninguna oficina; la situación ya empieza a ser, por ello, muy  preocupante. Esta cifra afecta a unas 220.000 personas, lo que equivale a un 8% de la población gallega

Por tanto, ya son muchos los ciudadanos residentes en estas localidades que para operar en una entidad bancaria tiene que desplazarse a localidades diferentes a las que reside a diario para trámites tan cotidianos como retirar dinero o pedir un crédito.

Por este motivo, el efectivo sigue siendo una herramienta fundamental para mantener la calidad de vida en el ámbito doméstico financiero. De hecho, este verano la Diputación de Badajoz presentó un proyecto para dotar de cajeros automáticos a 29 municipios de la provincia que no contaban con este servicio, una iniciativa pionera en España que permite a miles de ciudadanos no quedar excluidos del acceso a actividades tan básicas como necesarias.

Ejemplos como este son muy necesarios en nuestro país ya que, como el caso de Badajoz, hay decenas por toda la geografía española.

En el lado opuesto, surgen ejemplos de proyectos cashless como el fallido que se celebró en Suances, o como el reciente en Morella, impulsado por una entidad bancaria en colaboración con la Generalitat Valenciana, para fomentar el uso exclusivo de medios de pago digitales en cualquier compra. Esta iniciativa requiere contar previamente con una importante inversión en la infraestructura necesaria (tanto para ciudadanos como para comercios), así como de una previa importante labor educativa y divulgativa que llegue al conjunto de la sociedad, que difícilmente es replicable de manera generalizada y resulta inviable en aquellas áreas más despobladas.

No obstante, cabe destacar que recientemente esta misma Comunidad, al igual que el ejemplo llevado a cabo en Badajoz, ha reorientado su actuación a este respecto y va a propulsar la colocación de cajeros automáticos en municipios que no disponen de una oficina bancaria. A este plan contra la exclusión financiera se han acogido ya 95 de los 248 municipios que no tienen ninguna sucursal bancaria y donde sus ayuntamientos facilitarán un espacio dentro del consistorio para ubicar cajeros multifuncionales y con asistencia personalizada. Conviene recordar que, según el IVIE, el 2,7 % de la población de la Comunitat Valenciana no tiene acceso a una oficina bancaria en su lugar de residencia, afectando a un total de 135.814 habitantes.

Incluso en los países más avanzados en los pagos digitales surgen voces críticas por el problema que supone la obligatoriedad de los mismos para determinados sectores de la población, e iniciativas legislativas para paliarlo, como es el caso de Suecia, donde en especial jubilados, inmigrantes y personas con discapacidad tienen verdaderas dificultades para realizar sus compras exclusivamente mediante este tipo de medios de pago.

Tampoco podemos dejar de lado que el pago digital, como todo en esta vida, tiene sus luces y sus sombras también para los propulsores de estos nuevos medios de pago, entre ellas y sin ánimo de ser exhaustivo, promueven la identidad online del consumidor, aumentando considerablemente los riesgos y la exposición del sector financiero a sufrir ciberataques y dificultando la protección de los datos del cliente. Sin duda, uno de los grandes retos en este proceso es la custodia y protección de la información personal ya que, como también apunta Capgemini, se calcula que en 2017 unos 2.600 millones de registros fueron robados, perdidos o expuestos en todo el mundo, lo que supone un aumento del 88% respecto a 2016.

Evidentemente, no se trata de detener el desarrollo tecnológico ni de demonizar los medios electrónicos, sino de reflexionar y ser conscientes de que, al final, debe ser el ciudadano el que elija el modo de pago que le resulte más accesible, utilice habitualmente, le inspire más confianza, se sienta más confortable o, simplemente, prefiera, sin más.

En todo caso, cualquier transformación de la sociedad, incluyendo el de un proceso gradual de digitalización de pagos, siempre debe medir adecuadamente los tiempos y prestar especial atención a los usuarios más desfavorecidos y más vulnerables, y asegurarse de dotarle de medios complementarios, sin imposiciones poco razonadas y que generen una paulatina exclusión ya no solo financiera, sino también social.

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